No juegues conmigo tus bailes de salón (VIII)


Aquel día estábamos aún en el centro del huracán, en una aparente calma mientras el mundo amenazaba con derrumbarse a nuestro alrededor. Solías acercarte por detrás cuando me sentaba a escribir y me contabas las 9012 nuevas ideas que te iban a hacer rico de un día para otro. Me repetías una y otra vez que habías sentado la cabeza y yo siempre te devolvía una carcajada y una mirada incrédula.

Aunque el temporal fuera la pesadilla de todos más allá de nuestro pequeño espacio, nosotros disfrutábamos de las pequeñas descargas de electricidad que nos erizaban la piel, de los cielos encapotados, de la lluvia de sueños… Tal vez porque sabíamos que a esta tormenta no le iba a seguir la calma. Presentíamos  que el azul no volvería al cielo; que el silencio sería enemigo y no cómplice; que pronto estaríamos en el punto de mira de una nueva fatalidad; que algo agitaría nuestra perfecta tranquilidad en forma de incertidumbre: la de no saber si te irías para siempre o para volver a volver (que es como siempre te vas).
 
Pero volvieron los fantasmas del pasado, esos que gustan tanto como duelen, para apuntarnos con su gélido cañón entre ceja y ceja. Lanzaron un disparo al aire y dieron comienzo a esa carrera cuya meta desconocíamos. Volvió ella, esa piedra con la que tropezaste una y otra vez, dispuesta a llevarte como trofeo, jurándote que (esta vez sí) disiparía todas tus dudas. 


Es verdad. Esta vez sí. Esta vez sí que te hizo partícipe de su juego, te convenció de su inocencia, te invitó a repetir errores lejanos, te arrastró a las mismas viejas trampas. Te salvó la vida y se cobró caros sus escasos favores, incluyéndote en pactos unilaterales, teniéndote comiendo de su mano, cumpliendo todas sus exigencias…


Apenas cinco minutos bastaron para que me diera cuenta de los reales que eran nuestros fantasmas. Cinco minutos en los que me mentiste y lo sabía, en los que me sonreíste y no sabía por qué, en los que te hiciste el loco y yo me reí por no llorar. Me pediste que confiara en ti pero me dejaste con la palabra en los labios para largarte con ella a brindar por los viejos tiempos, por los atrevimientos sin verdades, por el placer del delito. 


Insensato, imprudente, temerario… te lo jugabas todo a doble o nada por ella. Te estaba convirtiendo en alguien que nunca habías sido, pero esa vez llegué a tiempo para evitar que cayeras al precipicio hacia el que ella te empujaba. Te paré los pies y por fin los pusiste sobre la tierra. Volaron en bandada todos los pájaros que habían anidado en tu cabeza y te salpicó un poco de cordura. Me contaste que habías entrado en su juego, que te habías rendido, que seguías sus reglas porque no te quedaba más remedio. Ya saben, a la fuerza ahorcan.


Pero, mientras duraba aquel juego, seguías evitándome; no porque me temieras, sino porque te temías a ti mismo. Temías a la sombra de la sospecha, pero también a verme a la sombra del hombre equivocado. Tenías miedo de implicarme en tu juego a dos bandas, de derrochar mi confianza, de hacer conmigo planes paralelos que nunca llegaran a cruzarse.


Sin embargo, yo seguía sin saber dónde terminaba la ficción y dónde comenzaba la realidad. Me negué a seguir suspirando y me enfrenté a tus planes absurdos. Me erigí en árbitro y juez de todos los sinsentidos que me rodeaban. Comencé a atar los cabos sueltos que dejabas, apenas unos segundos detrás de ti, como el relámpago y el trueno.



Seguías metido hasta el cuello en su estrategia y cada vez parecía más difícil que pudieras salir ileso, aunque eso a ti no parecía importarte. Empezabas a tomar la iniciativa, a valorar el riesgo como oferta sólida y a hacer de ella tu mejor cómplice. Paseabais aires de victoria, pasando por alto los lances del juego, bailando por los rincones, construyendo farsas en el aire, confesándoos vuestros secretos y los míos…


¿Así que de eso iba el juego? Estaba histérica, decepcionada, buscando la manera de mantener intacto mi orgullo y a salvo mi coartada. Ni quería ni podía conciliar el sueño, así que me entregué a esos vicios que no paraban de recordarme a ti. Estuve pensando en mi próximo movimiento, estudiando mis cartas y sus combinaciones, barajando todas las opciones… pero no reuní el valor suficiente para derribar esa pantomima que, a priori, parecía implacable.


De la noche a la mañana, cambiaron por completo las tornas del juego. Roto el engaño de la noche, al fin encajaron todas las piezas del rompecabezas. Le plantaste cara y me enseñaste que seguías siendo tal y como yo te conocía, tal y como yo te quería. Serviste tu venganza bien fría; tan fría como se quedó ella cuando se vio atada de pies y manos, sin saber cómo escapar.


En ese momento, dejó de importarme tu plan maestro o que me hubieras hecho formar parte de él sin yo saberlo. Me parecieron insignificantes todas las razones que había ido acumulando para desconfiar de ti y me di por satisfecha en lo que a dosis de drama se refiere. Solo me quedaba sentir la caricia de tus guantes, susurrarte a la sonrisa, escucharte una y otra vez, darme cuenta de que siempre has sonado como mi canción favorita…

"Cuando arrecie el temporal, antes de darme por muerto, 
búscame en el bar."

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